martes, 5 de diciembre de 2017

La Libertad

La Libertad da la bienvenida a los llegados al puerto de
Nueva York

         Cuenta Solhenytshin en “El archipiélago Gulag” que cuando entraban sus carceleros en la cheka las veces que entraban cada día no podían soportar que, a pesar de estar encerrado bajo siete llaves y en las condiciones que conocemos, lo sentían igual de libre que si estuviera paseando por la calle.

         Y es que la libertad es una actitud interior de la persona, una actitud exclusiva de la persona y que cuando se advierte su presencia por los científicos y se cae en la cuenta de su naturaleza en la acción del ser humano consigue hasta poner en tela de juicio la teoría de la evolución. Y digo esto porque las pautas vegetativas y los instintos son programas, las rosas, las panteras y el chimpancé están programados. Los seres humanos estamos programados también, pero en una medida diferente: nuestra estructura biológica responde a programas estrictos, pero no así nuestra capacidad simbólica (de la que dependen nuestras acciones) Eso significa y comporta que la consistencia del hombre lleva aparejada una innovación decisiva respecto a la presunta cadena evolutiva: que el hombre no son las diferencias genéticas con la lagartija y nada más.

         La diferencia entre los seres vivos totalmente programados y los seres humanos sólo programados en parte puede parecer cuantitativamente mínima pero constituye un salto cualitativo radical. Si consideramos que el parecido genético del hombre con el chimpancé es del 95 % y que es igual de parecido que el cerdo y el gusano la conclusión más evidente debe ser que la dotación genética no es lo más decisivo en la condición humana. El ser humano cuenta con una programación básica –biológica- en cuanto ser vivo pero debe autoprogramarse como humano. Y en este entramado emerge la libertad humana.

         De la libertad dice Cervantes en la segunda parte de El Quijote: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida.” Así valora Cervantes la libertad y es que es un atributo imprescindible de la persona, inseparable de ella, de forma que la persona, sin libertad, deja de ser persona. En el mismo sentido, un viejo himno sueco del s. XV compuesto por el obispo Thomas Simonsson durante una campaña de liberación campesina proclama: “La libertad es la mejor cosa que puede buscarse en el mundo”

         Ciertamente que el concepto de libertad es importante, demasiado importante para que permitamos que un oportunismo político lo maneje como le parezca. Los himnos patrióticos y las proclamas de los llamados movimientos de liberación, para los que la libertad es un fin, hunden sus raíces en una retórica idealizadora y demagógica. El problema es que nunca o muy rara vez alcanzan su fin, ya que los medios aplicados para ello convierten a sus propulsores en dictadores y opresores. Hay que ser escéptico frente todo aquel que logra hacerse con el poder diciendo que ve a la libertad como una meta y no como un camino y un método.

         Pero volviendo al ser del hombre, a la pregunta sobre el origen se dan dos respuestas: la una, que es una criatura de Dios hecha a su imagen y semejanza; la segunda que proviene del animal. Estas dos respuestas tienen un punto en común: que el hombre no puede ser comprendido desde sí mismo. Pensando en el hombre desde sí mismo, A. Gehlen dice que el hombre se caracteriza por ser un ser práxico, es decir, un ser que actúa. Y ese actuar del hombre no es la mera actividad común a todos los seres vivos. Es algo más que alimentarse y reproducirse, buscar refugio o construir madrigueras, cazar o moverse en busca del calor del sol o de aguas templadas. Actuar no es sólo ponerse en movimiento para satisfacer un instinto, sino llevar a cabo un proyecto que trasciende lo instintivo hasta volverlo irreconocible o suplir su carencia. El ser activo no sólo obra a causa de la realidad sino que activa la realidad misma, la pone en marcha de un modo que sin él nunca hubiera llegado a ocurrir. Es en este sentido en el que Gehlen proclama que “el hombre no vive, sino que dirige su vida.”

         ¿Qué es la libertad? ¿En qué consiste la libertad? ¿Hay que luchar por la libertad, por conseguirla, por recuperarla? Estas son las primeras preguntas que surgen, pero en seguida se entrecruzan, se enredan con otras como ocurre siempre que se tratan cuestiones filosóficas.

         ¿Existe de veras la libertad? ¿Es algo que tengo antes de saberlo, algo que sólo adquiero al saber que lo tengo o algo que para tenerlo debo renunciar a saber con precisión qué es? ¿Soy capaz de libertad o soy libertad y por ello capaz de ser humano?

         De este asunto voy a tratar en estas líneas expresando, como siempre hago en estas notas, las convicciones que he ido haciendo a lo largo de mi vida, no corta. Y advirtiendo de antemano, como señala Fernando Savater, “sin respuestas concluyentes, concluyo por intentar responder.”

          Nietzsche advirtió en su momento que solamente los términos al margen de la historia, en la medida en que tal cosa sea posible, admiten una definición mínimamente convincente. Por consiguiente podemos definir bien  lo que es la temperatura del agua, pero no lo que es la libertad, un término cuajado de historia y zaherido por la historia.

         El término ha sido empleado para designar la condición social de quienes no padecían esclavitud o de los ciudadanos de las polis no sometidas al arbitrio de otras, así como para nombrar la capacidad del alma de rebelarse o acatar la Ley de Dios, para celebrar la ausencia de coacciones del sujeto agente, para señalar derechos políticos o económicos, para ensalzar la creatividad del artista y para distinguir a determinadas naciones del mundo sometidas al capitalismo de los particulares de otras que sufren el capitalismo del Estado, etc., etc.,

         El concepto de libertad desencadenó un movimiento político que se extendió a todo el mundo a partir de la Revolución Francesa. Liberalismo significa precisamente defensa de la libertad. ¿Y quién no quiere ser libre? Se trata de hacer creer a los humanos que hay un estado o circunstancia en que todos pueden hacer lo que quieran (si hablamos desde una concepción rigurosa del ser humano, mejor que decir que todos puedan hacer lo que quieran es preferible decir que todos puedan hacer lo que creen que deben hacer) Por supuesto, sin atentar contra la libertad del otro: hay, según los liberales, una actitud ética hacia el prójimo que también hay que respetar libremente. Decía Erich Fromm, que “libertad no significa licencia.” Por otra parte ¿a qué político se le ocurriría decir, ni siquiera pensar, que no debe tolerarse la libertad? Luego la afirmación de la libertad no promete nada. Cuando la libertad se convierte en un slogan se corrompe el propio concepto. Si nos fijamos en nuestro espectro político ¿quién no promete libertad? Y prometiéndola todos ¿es la misma libertad la que ofrece cada uno? PSOE, PP, Ciudadanos, Los nacionalistas, Podemos, La Cup, Vox….dejo a cada lector que conteste de forma sólita.

         Si hemos de hablar con sentido de una supuesta libertad humana, de una libertad realmente posible o existente, entonces podemos constatar que tanto monta hablar de libertad como hablar de necesidad u obligación. Que los humanos gocen de libertad de acción no significa en absoluto que tengan posibilidad –ni todos juntos ni cada uno por sí- de hacer lo que les venga en gana. La libertad nunca consiste en hacer lo que uno quiera, lo decíamos unas líneas más arriba, sino en hacer lo que uno crea que debe hacer lo mejor que pueda hacer en cada momento y existen ocasiones en que el discernimiento de lo mejor no es fácil. De ello trata esa disciplina tan bonita que se llama Ética o Moral. En cada situación concreta se ven los seres humanos obligados, dentro de unos límites establecidos, a decidir si han de hacer esto aquello, obrar de una manera o de otra. A esta circunstancia se la llama discernimiento ético, en la que el sujeto agente pretende asegurarse de cuál de las opciones posibles que se le brindan en la elección es la mejor de todas. La naturaleza se ve regida por leyes de las que el ser humano no puede sin más emanciparse. Pero gracias a nuestra capacidad de comprender el funcionamiento de las leyes naturales, nos cabe la posibilidad de provocar efectos materiales y resultados deseados, aumentando nuestras alternativas de elección. Si caemos en la cuenta de lo que estamos hablando advertimos que el hombre (y, por supuesto, la mujer) es el único ser capaz de modificar la realidad que los circunda. Un pájaro en la selva podrá guarecerse tras haber experimentado la primera tormenta, y eso hará indefectiblemente tormenta tras tormenta, pero el hombre será capaz de construir un refugio que le permita sobrellevar la siguiente de otra manera diferente.

         Junto a la visión del mundo de las ciencias positivas, frente a una realidad de procesos, leyes y situaciones previsibles, se alza un mundo humano que sólo tiene posibilidad de elegir dentro de los límites que le concede la realidad. Aún más: el ser humano se ve obligado inexorablemente –de ahí su paradoja- a usar de esa libertad, ya que no le queda otro remedio que elegir una alternativa de actuación entre las que van apareciendo en cada momento y en cada circunstancia de su propia existencia, abriendo caminos para el futuro a costa de cerrar otros para siempre. Cada uno y sólo cada uno tiene que decidir si se levanta por la mañana o si sigue durmiendo, si compra el periódico o no lo compra y cuál de ellos compra. Pero si no hay periódicos porque es el día de Navidad, de poco sirve que quiera comprarlo y esté dispuesto a elegir uno u otro. Esto que parece tan banal es algo que plácidamente olvidamos cuando hablamos de libertad. Y nuestro interior nos dice lo angustioso que nos resulta el estar obligados a elegir y decidir en ciertas situaciones de nuestra vida. El hecho de que a veces preferiríamos que el azar o alguien diferente de nosotros mismos decidiera en nuestro nombre, demuestra que la libertad no es exactamente “la mejor cosa que pueda darse en el mundo.” Una observación consciente nos muestra que la sociedad humana no está integrada precisamente por usuarios de la libertad, sino en gran medida por abstencionistas de ella. Cuanto más difícil y complicada es nuestra situación, tanto mayor es nuestro anhelo de que nos den las cosas hechas y lo que más queremos es librarnos justamente de la libertad. Libertad en el sentido de ser independiente, de verse libre de algo, es sin duda algo agradable. Pero el ser libre para algo, el ser responsable de elegir una alternativa de entre las que se nos ofrecen no es tan agradable. Ya escribió Fromm un extraordinario ensayo que en el título denuncia esta actitud. Se llama: “El miedo a la libertad”.

         En él llega a exponer el siguiente círculo vicioso: “El hombre, cuanto más gana en libertad, en el sentido de su emergencia de la primitiva unidad indistinta con los demás y la naturaleza, y cuanto más se transforma en individuo, tanto más se ve en la disyuntiva de unirse al mundo en la espontaneidad del amor y del trabajo creador o bien de buscar alguna forma de seguridad que acuda a vínculos tales que destruirán su libertad y la integridad de su yo individual.”

         Sin embargo, sabemos por experiencia que las soluciones fáciles no son las mejores. El actuar con libertad nos hace ser personas de verdad, responsables y esa conciencia es la que nos proporciona la felicidad de ser fieles a nosotros mismos.

         En todo caso, el esfuerzo, la repetición y la constancia sostenible permite que las actuaciones no fáciles nos vayan resultando de mayor facilidad a lo largo de la vida.


         ¡Sed libres! ¡Sed felices!

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